Título Original (en francés): Le Petit Chose
Otras traducciones al español: Poquita Cosa
Reseña elaborada por Eleonor Nolan,
20 de Abril, 2023.

Sinopsis:
Daniel Eysette, hijo menor de un comerciante de sedas de la ciudad de Languedoc, habiendo visto pasar los días más felices de su infancia en la fábrica en la que cual su padre se desempeñaba como capataz, y tras la ruina financiera de su familia, se traslada con el señor y la señora Eysette, y su hermano Santiago, a Lyon con la esperanza de reconstruir allí su hogar. No obstante, transcurridos ocho años, a causa de las constantes deudas, se ve en la necesidad de separarse de sus parientes y ganarse la vida como pasante en el Colegio Comunal de Sarlande, en tanto su padre hará lo propio como viajante para la Sociedad Vitivinícola, y Santiago permanecerá en Lyon gracias a una modesta colocación en el Monte de Piedad. La señora Eysette, por su parte, se trasladará al Mediodía donde vivirá con su hermano, el tío Bautista, y la esposa de éste.
Un año más tarde, Daniel tendrá la dicha de reunirse con Santiago en París, dónde, por otro lado, habrá de dedicarse a escribir versos. Su hermano, en tanto, trabajará como secretario para el marqués de Hacqueville. Tras partir Santiago a Niza, estando éste todavía al servicio del marqués, se verá abandonado a su suerte, proclive de acarrear su propia perdición a causa de su imprudencia e inmadurez.
Personajes:
▪ El señor Eysette
En el momento en el cual se relatan los hechos, es un anciano aquejado por frecuentes ataques de cólera. Ha culpado siempre a la Revolución de 18… por las desgracias que debió afrontar su familia, tanto económicas como personales. Una vez vendida la fábrica, procuró brindar a sus dos hijos menores, y a su esposa, los medios necesarios para llevar una vida digna y modesta. Contaba para ello únicamente con las ganancias que le proporcionaba una pequeña tienda. Sin embargo, dichos ingresos apenas le permitieron saldar las deudas preexistentes. Con el paso del tiempo, el señor Eysette no tuvo más remedio que cambiar de profesión para poder subsistir. A causa de tanto pesar, acabó por convertirse en un hombre violento y gruñón; constantemente maldiciendo y haciendo destinatario de sus quejas a cualquiera que estuviese enfrente suyo; ya fuese el pequeño Daniel, el llorón de Santiago, su amada cónyuge, o la vieja Annou (la cocinera de la familia).
▪ La señora Eysette
Tampoco se ha visto ajena a los percances de tan agobiante existencia. Primero, la pérdida de su fortuna con el consecuente cierre de la fábrica; este incidente implicó un gran malestar para su marido, situación que la sumió en la más profunda de las tristezas. Luego, se vio en la imperiosa necesidad de reducir gastos para sostener su hogar. Después, la inevitable mudanza desde Languedoc hacia Lyon. Al poco tiempo, otra desgracia familiar. Y finalmente, la separación del señor Eysette y sus hijos para ir a vivir con su hermano, el tío Bautista, en la más amarga de las soledades. Sin duda, la desdichada mujer, vestida siempre de luto, no ha experimentado más placeres que el resto de los miembros de su familia.
▪ Santiago Eysette
Como bien afirma Daniel, el muchacho era por aquél entonces un sujeto peculiar. Durante su infancia y parte de su juventud, no hizo otra cosa más que llorar; aún sin ningún motivo aparente. El señor Eysette terminó cobrando aversión por él, repitiendo constantemente “¡Santiago, eres un asno!”; como si aquella frase fuese a curar al mozalbete de su mal. Con el paso de los años, éste se hizo aficionado a realizar encuadernaciones y encolar todo cuanto estuviese a su alcance. Su padre, mientras tanto, trató de convertirlo en un hombre de negocios, manteniéndolo bajo su tutela, enseñándole las tareas propias de cualquier oficio. Como resultado, Santiago se convirtió en un experto en escritura al dictado, y en llevar las cuentas de cualquier tipo de negocio mercantil. ¡Hasta incluso dejó de llorar al entrar al servicio del marqués de Hacqueville!
▪ Daniel Eysette
Llegó al mundo al mismo tiempo que su padre recibía la noticia de una importante pérdida económica en relación a su comercio de sedas. Por tal motivo, Daniel se ha considerado así mismo la mala estrella de la familia; las desgracias no han faltado en el seno de la misma desde ese entonces. En época del mayor declive financiero que tuvieron que atravesar, Daniel se paseaba por la desierta fábrica creyéndose Robinsón Crusoe. El hijo del conserje, apodado “el Rojo”, era su compañero de aventuras; pero a causa de la mala influencia que éste ejercía sobre él no tuvo más remedio que dejar frecuentarle. Afortunadamente, uno de sus tíos le regaló un loro que vino cumplir las mismas funciones que su anterior amigo; o por lo menos, así procuró que fuese. Jamás pudo Daniel conseguir que el loro repitiese la siguiente frase: “Robinson, mi pobre Robinson”. Esto dificultó que el pequeño Eysette representase su papel al pie de la letra. Por otra parte, la inevitable mudanza lo despojó de su isla.
Poco después de llegar a Lyon, fue enviado a un colegio gracias a una beca que un conocido de su padre ofreció a éste para cualquiera de sus hijos. En dicha escuela, Daniel recibió el apodo de “Fulanito” a causa de sus modestas ropas, ya que provenía del más bajo estrato social mientras que los otros estudiantes pertenecían a la más alta esfera. A pesar de las bromas de las cuales era objeto, Daniel se esforzó por estudiar diligentemente sus lecciones y suplir con su intelecto lo que le faltaba en fortuna. Unos pocos años después, comenzó a trabajar como el resto de los integrantes de su familia.
▪ La vieja Annou
La desdichada mujer se vio obligada a dejar atrás la ciudad de Lyon al poco tiempo de trasladarse allí. La humedad del ambiente afectaba su salud. La cocinera se negó, una y otra vez, a abandonar a sus empleadores; tal era su lealtad al señor y la señora Eysette, y su afecto por los hijos de la pareja. Suplicó, renegó, protestó; pero todo fue inútil. Sus amos, con todo el cariño que le profesaban, la enviaron a la región Meridional, decididos a prescindir de sus servicios de ahí en más. La pobre sirvienta, muy a su pesar, no tuvo más remedio que obedecer. Para reponerse de tan terrible pérdida, contrajo matrimonio con un hombre que la adoraba, y abrió una exitosa taberna que le proporcionó una holgada situación económica. Jamás olvidó a los miembros de la familia Eysette.
▪ El Rojo
Se trataba, pues, de un niño unos años mayor que Daniel, hijo del conserje de la fábrica de sedas. Por lo mismo, residía en la portería. Su pelirroja cabellera le valió el sobrenombre de “rojillo”, entre otros apodos similares. Su más curiosa peculiaridad era proferir alaridos como un león salvaje, lo cual combinaba de maravilla con su aspecto desalineado. Amigo incondicional del pequeño Eysette, como correspondía a todo aquel que quisiese representar el papel de Viernes, un día, de buenas a primeras, se vio despachado sin mayor explicación por el propio Robinson Crusoe. El pobre “Rojillo” se conformó con esta decisión aunque continuó profiriendo los más desgarradores rugidos cada vez que veía al señorito Daniel pasar enfrente de la puerta de su casa. Su padre, cansado de este insoportable comportamiento, acabó por enviarlo a un internado para deshacerse de él.
▪ El Principal
Encargado de dirigir el Colegio Comunitario de Sarlande, su expresión fue de espanto al serle presentado Daniel; el muchacho, más que un hombre de diecisiete años, tenía la apariencia de un niño. Aún así, el señorito Eysette ingresó a la institución como pasante por recomendación del Rector de uno de los establecimientos educativos de la región. Poco más interés demostró el principal por el susodicho a partir de ese entonces; algunas palabras de cortesía de tanto en tanto, nada más.
▪ El señor Viot
Resultaba ser que el vigilante general del Colegio Sarlande era, asimismo, una especie de pedagogo. Solía agregar y reescribir artículos del “reglamento de la casa”; un librito que detallaba los deberes de los pasantes y docentes de la institución hacia sus superiores, sus colegas, sus alumnos, etc. Por lo demás, el señor Viot enseñaba siempre una dulce sonrisa que, a la vez, iluminaba su rostro. Sin embargo, también era un hombre de pocas palabras; se limitaba a dejar que el manojo de llaves que llevaba consigo hablase por él. ¡Oh! ¡Cuánto temor infundía a Daniel el tintineo de aquellas llaves!
▪ La Hada de las gafas
La anciana desempeñaba en el colegio las mismas funciones que un ama de llaves; para disgusto de los docentes, pues escatimaba las porciones de comida que se servían en el comedor. La susodicha debía su colocación al lazo familiar que la unía al director del establecimiento; era, ni más ni menos, una de sus tías.
▪ Los ojos negros
Detrás de una ventana del primer piso, allí permanecían ocultos largas horas, inclinados sobre una mesa de madera con su labor de costura. El Hada de las gafas se sentaba invariablemente a su lado, dándoles órdenes, vigilándolos de cerca. Los ojos negros, resignados, sufrían en silencio. De vez en cuando posaban su mirada en el inexperto pasante, por quien su corazón empezaba a latir con inquietud, sintiendo las primeras dulzuras del amor.
▪ Roger
Hombre jactancioso y arrogante si los hay, el maestro de esgrima del Colegio Sarlande, ostentaba un fino bigote que resaltaba los hermosos rasgos de su rostro. En cuanto a su vestimenta, acostumbraba usar unas brillantes botas que acentuaba su figura esbelta. Además de ser profesor en dicha institución, brindaba lecciones privadas. Eso sí, el precio de las mismas variaba, en lo posible, según la ingenuidad de aquél que fuese a ser su aprendiz. Tal fue el caso del cándido Daniel. Por último, para añadir más colorido a la personalidad de este caballero, era aficionado a las artes dramáticas; para librarse de algún que otro aprieto, de cuando en cuando, representaba alguna escena de su propia autoría para infundir piedad a sus verdugos.
▪ El abate Germane
Con dos hermanos a su cargo, una de sus muchas obligaciones a este respecto era pagar los costos de la institución educativa a la cual asistían. Precisamente, en dicho establecimiento trabajaba como profesor. Muy a su pesar, las horas cátedra que le habían sido otorgadas por concurso correspondían al curso de filosofía. ¡Ni más ni menos!, pensaba el abate. Nada mejor, en efecto, se le había ocurrido al director del colegio; después de haber dedicado años al estudio de dicha disciplina sólo para llegar a la conclusión de su ineficacia para consolar el alma de un doliente, se veía en la obligación de enseñar los principios de los más reputados pensadores de la antigüedad. ¡Qué ocurrencia!, se decía el abate.
▪ El señor Pierrotte
En su juventud se enamoró perdidamente de una huérfana quien, a pesar de estar sumida en la más profunda pobreza, sabía leer y escribir, a diferencia de su pretendiente. Pierrotte tuvo suerte en este sentido, pues la muchacha procuró enseñarle todo cuanto sabía en sus ratos libres. Eso sí, los domingos por la tarde ni uno ni otro se ocupaban de otra cosa que no fuese compartir una sencilla y romántica velada; para ello, iban a bailar gaviotas en el sitio acostumbrado por los paisanos de la región de los Cévennes.
A pesar del cariño que ambos se profesaban, un inconveniente vino a impedir su enlace matrimonial. Pierrotte, con veinte años de edad, había salido sorteado para ir a combate. Al enterarse de esto, la señora Eysette acudió en su ayuda ofreciéndole dos mil francos para que comprase un hombre que ocupase su lugar. Resultaba ser que la madre de Pierrotte había amamantado a la señora Eysette cuando bebé; de ello se desprendía que ambos fuesen hermanos de leche, y como tal, se cuidaban el uno al otro. El señor Pierrotte, poco después de estos hechos, se casó con su prometida y partió hacia París.
En dicha ciudad, su mujer entró al servicio del matrimonio Lalouette, comerciantes de porcelana. Al poco tiempo, la pareja de ancianos contrató también al señor Pierrotte quién rápidamente pasó de ser mozo de almacén a convertirse en asociado del señor Lalouette. Finalmente, Pierrotte compró al dueño de la tienda su parte del negocio y se convirtió así en el sucesor de aquel legado mercantil. Mientras el Cevenol se dedicaba a estos menesteres, su esposa dio a luz a una niña. Pierrotte vio colmada su felicidad. Sin embargo, al poco tiempo, su mujer enfermó de gravedad dejando a su esposo viudo y a cargo de la pequeña criatura.
▪ Camila Pierrotte
Con tan sólo dieciséis años de edad, era toda una burguesa. Aún así, a pesar de contar con ciertas cualidades que despertaban la admiración de algún que otro caballero, no podía ser considerada una joven bella ni mucho menos. La muchacha, por desgracia, había heredado los rasgos y complexión física de su padre. Sus modales eran, pues, lo único que aportaba algo de gracia a su porte; desenvoltura que, por otro lado, había adquirido en la escuela de señoritas a la cual había asistido. Por tanto, como correspondía a toda mujer de clase alta, y tal era su caso, sabía tocar el piano con cierta destreza, vestir de acuerdo a la moda, y hablar o guardar silencio según correspondiese a cada ocasión.
▪ El Pasante
En la Antigua Casa Lalouette, y al servicio del señor Pierrotte, un joven de cabellos rubios, con cierta astucia para cortejada a las damas, se paseaba a su capricho por las habitaciones del segundo piso a la hora del té. Como el extraordinario músico que era, hacía gala de su talento deleitando a los habitantes dicha residencia con las melodías que solía ejecutar en su flauta. Románticamente interesado en la señorita Pierrotte, recurría a su ingenio en tales ocasiones para convencer a la muchacha de practicar diferentes duetos. Su empleador, por otra parte, no tenía conocimiento alguno de las intenciones del caballero hacia su hija; e ignoraba, asimismo, los motivos por los cuales se interesaba en ella.
▪ La señora Tribou
Conocida como “la señora de mucho mérito”, era la dama de compañía de la señorita Pierrotte. Sin embargo, cualquiera hubiera asegurado que se trataba de una conocida de la señora Lalouette, pues pasaba la mayor parte del tiempo jugando a las cartas con dicha mujer. En los breves intervalos en los cuales la anciana no podía proporcionarle algún tipo de divertimento, la señora Tribou prefería bordar un trozo de tela o bajar corriendo las escaleras con sus naipes en la mano para luego distribuirlos en otra superficie con la intención de jugar una partida más; esta vez con la empleada doméstica.
▪ El señor y la señora Lalouette
Propietarios de una majestuosa casa de dos pisos, y poseedores de una inmersa fortuna, la pareja de ancianos se había dedicado al comercio de porcelana por más de cincuenta años. Agotados ya del sacrificio por mantener la tienda en impecables condiciones, y despachar su mercancía en tiempo y forma, además de tener que lidiar con los clientes, el matrimonio decidió retirarse de la actividad comercial para llevar una vida más relajada. El señor Lalouette, con una pérdida progresiva de la visión, no podía desempeñarse por sí sólo en el mostrador, y la señora Lalouette, por su parte, a duras penas podía desplazarse de un piso a otro sin tener que realizar un gran esfuerzo con sus piernas para ello. El señor Pierrotte resultó entonces de gran utilidad como asistente en su momento, razón por la cual los ancianos decidieron traspasarle su legado al mismo tiempo que le permitieron residir tanto a él como a su familia en dicha casona pues, como sus predecesores, conservaron los derechos sobre la construcción edilicia en la cual siempre habían vivido.
▪ Cucú-Blanc
En el quinto piso de un edificio del Barrio Latino, vivía una mujer de raza negra, vecina de Daniel y Santiago; una esclava que la dama del primer piso, Irma Borel, había adquirido en su paso por Puerto Príncipe en uno de sus tantos viajes. Por las noches, Cucú-Blanc vaciaba una botella de agua ardiente, y entre trago y trago se paseaba por la habitación entonando una cancioncilla quejumbrosa de la que sólo se rescataba este vocablo: tolocototiñan.
▪ Irma Borel
Pretendía ser una señora distinguida, de gran reputación; culta y talentosa tanto para la música como para el dibujo, y en especial para la actuación. ¡Puras patrañas!, exclamaba Daniel para sí mismo. ¡Era una incompetente! La única razón por la cual sus amistades le permitían darse tales aires de grandeza en su compañía era para embriagarse contemplando la hermosura de la cual Dios había dotado a su silueta, y ceder a la sensualidad que emanaba en cada uno de sus gestos. Consciente del atractivo que poseía, y de lo que era capaz de conseguir gracias a él, su mente perversa medía cada una de sus palabras. Sin embargo, en ciertas ocasiones, al verse contrariada, estallaba de ira, volviéndose agresiva, dejándose arrastrar por la histeria, y olvidando el trato protocolar que debía a sus invitados.
Ambientes donde se desarrolla la escena:
1) La Fábrica
Durante un mes, en tanto que en casa embalaban los espejos y la vajilla, me paseaba triste y solo por mi querida fábrica. No tenía corazón para jugar, podéis figurároslo… ¡Oh, no!… Iba a sentarme en todos los rincones, y al contemplar los objetos en torno mío les hablaba como a personas.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 16).
Era una enorme construcción edilicia de dos alas en la que había varios talleres con telares y mesas de impresión; además, un patio en planta baja con estanques; un anexo que servía de vivienda para los Eysette, y otro más pequeño que constituía la humilde morada del señor Colombo, conserje del edificio, y su hijo Rouget. El imponente complejo textil, con sus muros grises y sus claraboyas, se encontraba oculto tras los plátanos del rústico jardín que conducía a su puerta.
2) La residencia de la calle Lanterre
Terminada la comida se encendió la lámpara y comenzó la velada. Sobre el mantel, en medio de los restos del postre, el señor Eysette había puesto sus grandes libros de comercio y echaba sus cuentas en alta voz. Finet, el gato de las curianas, maullaba tristemente dando vueltas alrededor de la mesa…; yo había abierto la ventana y me había acordado en ella…
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 31).
En una casa en ruinas, con un patio que parecía un lodazal, y una escalera interna que hacía tiempo una escoba no barría ni sus escalones ni sus rellanos, entre otros muchos detalles por el estilo, en el cuarto piso de dicha casa, había un departamento con habitaciones cubiertas de polvo, y paredes húmedas y agrietadas. La familia Eysette vivió allí durante seis años.
3) El colegio comunal Sarlande
Había llegado el invierno, un invierno seco, terrible y negro, como los que hace en estos países de montañas. Con sus árboles grandes sin hojas y su suelo helado más duro que una piedra, los patios del colegio estaban tristes. Nos levantábamos antes de amanecer, con luz; hacía frío, había hielo en los lavabos… Los alumnos no acababan nunca; la campana tenía que llamarlos varias veces. «¡Más de prisa, señores!», gritaban los pasantes, andando de un lado a otro para calentarse… Se formaban las filas en silencio, bien que mal, y se bajaba por la gran escalera, apenas iluminada, y los largos corredores, donde soplaban las brisas mortales del invierno.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 111).
La historia de este internado se remonta a casi un siglo. En sus inicios había sido una escuela de marina con ochocientos alumnos; todos ellos hijos de aristócratas. La institución estaba ahora dividida en tres grados; los pábulos, los medianos y los mayores. Así, el establecimiento constaba de tres edificios interconectados, cada uno de ellos destinado a un grupo de estudiantes, con salones para impartir lecciones durante el día y habitaciones para aquellos estudiantes que pernoctaban en vez de regresar a sus hogares. De igual modo, algunos profesores y pasantes tenían una habitación asignada y residían en el colegio durante el período escolar. Existían, asimismo, espacios comunes como el gimnasio y el comedor.
4) El piso del Barrio Latino
…después, de improviso, Santiago se detuvo en una plazuela donde había una iglesia.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 155).
—Estamos ya en San Germán de los Prados —me dijo—. Nuestro cuarto está arriba.—¡Cómo! ¡Santiago!… ¿En el campanario?
—En el campanario mismo… Es muy cómodo para saber la hora.
Santiago exageraba un poco. Habitaba en la casa junto a la iglesia una buhardilla en el quinto o sexto piso, y su ventana se abría sobre el campanario de San Germán precisamente al nivel del reloj.
Santiago estableció su residencia en uno de los barrios más bohemios de París. Por ello, era bastante común para él ver a pintores, actores, músicos, entre otros artistas, pasar las tardes en algún Café discutiendo sus ideas. Por la noche, en cambio, escuchaba el ruido de las tertulias que acostumbraban celebrar. La habitación que alquiló, por la módica suma de quince francos al mes, tenía una chimenea; una cama estrecha, donde cabían dos personas; una desgastada mesa de madera; un armario contra la pared; y por último, en un rincón, un pequeño escritorio con un tintero, hojas de papel en blanco y unas pipas de tubo corto que el abate Germane había regalado a Daniel. Una ventana, frente a este mueble, era la única abertura por donde ingresaba la luz; asimismo, se podía contemplar a los transeúntes deambulando por las calles de París si se inclinaba el torso hacia el cristal.
5) La Antigua Casa Lalouette
Las pastoras coloreadas, los chinos barrigudos violeta sonreían siempre beatíficamente en las altas anaquelerías, entre los vasos de Bohemia y los platos floreados. Las soperas ventrudas, los quinqués de porcelana pintada relucían siempre colocados tras las mismas vitrinas, y en la trastienda la misma flauta arrullaba siempre discretamente.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 298).
En la esquina del Pasaje del Salmón, precisamente en la planta baja de una vieja fachada, se encontraba el almacén, detrás de cuyo mostrador el señor Pierrotte atendía gentilmente a la clientela; al fondo, estaba la trastienda donde el flautista se entretenía ejecutando su instrumento mientras no era requerido por su jefe; arriba se hallaban las habitaciones, una de las cuales había sido dispuesta como salón y constituía, a su vez, el cuarto en el cual Camila pasaba la mayor parte de su tiempo practicando distintas piezas musicales al piano, siempre en compañía del matrimonio Lalouette y la señora Tribou quienes invariablemente se entretenía leyendo o, en lo referente a las damas, haciendo alguna labor de costura o jugando a las cartas.
6) El cuarto del Hotel Pilois
¡Y sin embargo, y sin embargo, no era lo mismo! Hay felicidades que no vuelven ya. La cena era la misma; pero faltaba la flor de nuestros antiguos convivios: los hermosos ardores de la llegada, los proyectos de trabajo, los ensueños de gloria y esa sana confianza que hace reír y da hambre.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 306).
Regentado por el hermano del cocinero del marqués de Hacqueville, el Hotel Pilois, calle de las Damas, barrio de Batignolles, era una lujosa fonda en la cual únicamente se permitía el alojamiento a personas que acudiesen con una carta de recomendación. Residir en dicha hostelería acreditaba que el inquilino en cuestión era un sujeto honrado, de buenas costumbres.
La habitación que allí ocuparon Daniel y Santiago era por demás encantadora. Se encontraba en planta baja y tenía acceso a un pequeño jardín; éste con algunas acacias, una higuera, crisantemos, y una viña estéril. Por otro lado, en el interior del cuarto había un armario; un espejo de pie; un estante, que uno de los hermanos Eysette había clavado contra una pared; una mesa con mantel blanco, dispuesta para las comidas; un lecho, en cuya cabecera colgaba el retrato de la señora Eysette; un sillón; y otros muebles que completaban la decoración pero no la enriquecían.
Anécdotas memorables:
♦ ¡Robinson! ¡Mi pobre Robinson!
Daniel nunca consiguió que el loro que le había obsequiado su tío hablase… No obstante esta situación se revertiría la tarde en la cual, tras haber desembarcado de la nave en la que se trasladaba con destino a la ciudad de Lyon, olvidase llevar consigo la jaula en la que se encontraba dicha ave. Ésta quedaría abandonada sobre la cubierta del barco.
«¡Ah, Dios mío», exclamé yo, y traté de soltar mi mano de la de mi padre; él, creyendo que me había escurrido, me apretó más fuerte.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 20).
La voz repitió, más estridente todavía y más desolada: «¡Robinson! ¡Mi pobre Robinson!» Hice un nuevo esfuerzo para desprender mi mano.
—¡Mi loro —grité—, mi loro!
—¿Conque habla ya? —preguntó Santiago.
¡Que si hablaba! ¡Ya lo creo!: se le oía desde una legua… En mi turbación, lo había olvidado allí abajo, al extremo del barco, cerca del ancla, y desde allí me llamaba, gritando con todas sus fuerzas: «¡Robinson! ¡Robinson! ¡Mi pobre Robinson!»
♦ ¡Las curianas!
Al trasladarse la familia Eysette a Lyon, las incomodidades del inmueble de la calle Lanterre no serían los únicos inconvenientes para sus integrantes.
¡Qué espectáculo!… La cocina estaba llena de estos asquerosos animales; las había sobre la alacena, a lo largo de las paredes, en los cajones, sobre la chimenea, en el aparador, por todas partes. Sin querer se las aplastaba: ¡puf! Annou ya había matado muchas; pero cuántas más mataba más salían. Aparecían por el agujero de la pila de la fuente; se tapó el agujero de la pila de la fuente; se tapó el agujero; pero al día siguiente por la noche volvieron por otro sitio, no se sabe por dónde. Fue necesario adquirir un gato expresamente para matarlas, y todas las noches había en la cocina una espantosa carnicería.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 21).
♦ La escena de la botija
Desafortunadamente, Santiago tendía a comportarse con una torpeza que el señor Eysette no podía tolerar en su hijo. Lo peor del caso era que el joven se sentía intimidado cada vez que su padre le dirigía una mirada, o le hacía una advertencia; lo que únicamente contribuía a que se desenvolviese con aún mayor descuido. El mejor ejemplo de ello es un suceso acontecido en la residencia de Lyon, al poco tiempo de haberse instalado allí.
Y cogió la botija, una botija grande de barro.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 23 y 24).
El señor Eysette encogió los hombros:
—Si es Santiago quien va —dijo—, botija rota, es seguro.
—¿Oyes Santiago? —es la señora Eysette quien habla, con su voz tranquila—. ¿Oyes? No la rompas, ten cuidado.
El señor Eysette repuso:
—¡Oh! Por mucho que le digas que no la rompas, la romperá lo mismo.
Aquí la voz desolada de Santiago:
—Pero, ¿por qué queréis que la rompa?
—No quiero que tú la rompas, pero te digo que la romperás —respondió Eysette con un tono que no admitía réplica.
(…) Cinco minutos, diez minutos pasaron; Santiago no volvía. La señora Eysette comenzó a preocuparse.
—¡Siempre que no le haya ocurrido algo!
—¡Diablo! ¿Qué quieres que le haya ocurrido? —dijo el señor Eysette con tono avinagrado—. Ha roto la botija y no se atreve a volver.
(…) Santiago estaba de pie en el descansillo de la escalera, ante la puerta, con las manos vacías, silencioso, petrificado. Al ver al señor Eysette palidece, y con una voz afligida y débil dice: «¡La he roto!»… ¡La había roto!…
♦ ¡Religión!, Poema en doce cantos
Conmovido por la difícil situación que debió atravesar su hermano mayor, de repente Santiago dejó de llorar. ¡Cosa sorprendente! Sin embargo, tan sólo Daniel se percató de ello. ¿Cuál era la razón detrás de este cambio? Al parecer, la musa inspiradora había hecho su aparición, quién sabe de qué manera, para hacer de él un escritor. O así lo creía el incrédulo muchacho.
… y como decía Eysette (Santiago), con mucha razón: «Ahora que tengo mis cuatro primeros versos lo demás no es nada; no es mas que cuestión de tiempo»
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 38 y 39).
Este «demás», que no era sino cuestión de tiempo, jamás Eysette (Santiago) pudo llegar a hacerlo… ¿Qué queréis?, los poemas tienen sus destinos; parece que el destino de «¡Religión! ¡Religión!», poema en doce cantos, era no estar nunca en doce cantos.
♦ El maestro de armas, y Cecilia
Roger era un seductor poco dado con las palabras; su arte estaba en lo gestual. Por eso, al verse en el aprieto de tener que mantener una comunicación epistolar con su enamorada, recurrió al ingenuo de Daniel, quien tenía gran destreza a la hora de escribir versos, para que se encargase de este menester por él.
… unas eran tiernas y vaporosas como el Lamartine de Elvira; otras, inflamadas y regidoras como el Mirabeau de Sofía. Las había que comenzaban con estas palabras: «¡Oh Cecilia! Algunas veces en una roca salvaje…», y que terminaban así: «¡Se dice que uno muere…: probemos!» Después, de cuando en cuando, andaba en ello la Musa:
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 113 y 114).
¡Oh! ¡Tu labio, tu labio ardiente ¡, ¡dámele!, ¡dámele!
♦ Las llaves del señor Viot
¿Quién hubiera supuesto que el vigilante general del Colegio Sarlande, autor del “reglamento de la casa”, habría de extraviar aquello que mejor representaba su autoridad en la institución?
Las miré con una especie de terror religioso; después, de improviso, me ocurrió una idea de venganza. Traidora mente, con mano sacrílega, retiré el manojo de la cerradura y, ocultándolo bajo mi levita, bajé la escalera de cuatro en cuatro.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 146).
Había al extremo del patio de los medianos un pozo muy profundo. Corrí sin tomar aliento… A esta hora el patio estaba desierto; el Hada de las gafas todavía no había levantado su visillo. Todo favorecía mi crimen. Entonces, sacando las llaves de debajo de mi traje, estas miserables llaves que tanto me había hecho sufrir, las lancé en el pozo con todas mis fuerzas…
♦ Los chanclos de goma
Como correspondía a todo aspirante a escritor, el menor de la familia Eysette no podía poner un pie en París sin un atuendo peculiar y un calzado de lo más bohemio.
Al entrar lancé un grito de alegría.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 155).
—¡Tienes encendido! ¡Qué felicidad!
Inmediatamente corrí a la chimenea a presentar mis pies a la llama, con riesgo de fundir los chanclos de goma… Entonces únicamente Santiago advirtió lo extraño de mi calzado. Le hizo reír.
—Querido —me dijo—, hay una multitud de hombres célebres que han llegado a París en zuecos y se envanece de ello. Tú podrás decir que has llegado en chanclos; es todavía más original. Entre tanto, pone estas zapatillas y vamos a comer.
♦ La rosa encarnada y los ojos negros
¿Podría ser que Daniel Eysette encontrase cierta similitud entre la mirada de la señorita Pierrotte y aquella de la muchacha del Colegio Sarlande con quien, por otro lado, nunca había intercambiado más que unas pocas palabras, y cuyos ojos y largas pestaña habían despertado su admiración?
Aquella tarde, cuando Santiago volvió me encontró, como de ordinario, inclinado sobre mi mesa de las rimas, y le dejé creer que no había salido durante el día. Por desgracia, al desnudarme, la Rosita encarnada al suelo a los pies de la cama: todas estas hadas están llenas de malicia. Santiago la vio, la recogió y la contempló un rato. No sé cuál estaba más encarnado, si la rosa o yo.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 217 y 218).
—La reconozco —me dijo—: es una flor del rosal que está allá abajo; en la ventana del salón.
Después añadió, devolviéndomela:
—Jamás me ha dado a mí ninguna.
Dijo esto tan tristemente que se me vinieron las lágrimas a los ojos.
—Santiago, mi amigo Santiago, te juro que antes de esta tarde…
Me interrumpió con dulzura:
—No te excuses, Daniel. Estoy seguro de que no has hecho nada para traicionarme… Ya sabía yo que era a ti a quien amaba.
♦ Las mariposas azules
Daniel también fue tocado por la varita mágica de la musa inspiradora, al igual que su hermano Santiago cuando niño; esta vez con algo más de éxito. Al menos Daniel concluyó el poema que se propuso escribir.
El teatro representa el campo. Son las seis de la tarde; el Sol se pone. Al levantarse el telón, una Mariposa azul y una Mariquita del sexo masculino hablan a caballo en una brizna de helecho. Se han encontrado por la mañana y han pasado el día juntos. Como es tarde, la Mariquita quiere retirarse.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 229).
♦ La madre Santiago
Queriendo a su hermano como si de un hijo se tratase, pues Daniel lejos estaba de parecer más que un niño aún teniendo dieciocho años de edad, al reencontrarse en París se consagró a cuidar de él como bien lo hubiera hecho la señora Eysette.
—¡Ah!, muy bien, comprendo… Son los dos cubiertos lo que le espanta a usted… Tranquilícese, mi querido señor Pillos, no es una mujer.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 229).
Y por su parte, bajando hacia Montparnasse, se decía: «Sin embargo, sí, es una mujer, una mujer sin valor, un niño sin juicio, que no hay que dejarle ya solo.»
Decidme por qué mi madre Santiago estaba tan seguro de encontrarme en Montparnasse. Podía haber ocurrido desde el tiempo en que le escribí la terrible carta que no salió haber dejado el teatro, podía hasta no haber entrado en él… Pues bien; no. El instinto maternal le guiaba. Tenía la convicción de encontrarme allí y de recogerme aquella misma noche.
Crítica:
Escrita en primera persona del singular, la obra de Alfonso Daudet es narrada por el protagonista, Daniel Eysette, quien detalla los primeros años de su juventud. A su vez, éste hace algunas observaciones sobre su vida cotidiana siendo ya un hombre de mediana edad.
Hay el la plaza de San Germán de los Prados, en la esquina de la iglesia, a la izquierda y enteramente a ras de los tejados, una ventanita que me oprime el corazón cada vez que la miro. Es la ventana de nuestro antiguo cuarto; y aún hoy, cuando paso por allí, me figuro que el Daniel de otro tiempo sigue allí arriba, sentado a su mesa contra el cristal, y que sonríe de piedad al ver en la calle al Daniel de hoy, triste y ya encorvado.
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 183).
Dichos comentarios dejan entrever un sentimiento de congoja del cual Daniel no se ha podido librar, y que habrá de acompañarlo durante muchos años más.
«¡Cuán ridículo debía de estar yo —pensaba— arrastrando por todas partes conmigo aquella jaula grande pintada de azul, y aquel loro fantástico…»
(Fulanito, de Alfonso Daudet; Editorial Calle, año 1924; página 44).
¡Pobre filósofo! No sabía que durante su vida estaba condenado a arrastrar así ridículamente esta jaula pintada de azul, color de ilusión, y ese loro verde, color de esperanza.
Ello pareciera representar una contradicción si se tiene en cuenta que el desenlace de la historia es, aparentemente, satisfactorio. Sin embargo, al ser los eventos relatados por lo menos veinte años después, no hay razón para suponer que aquello que pudo haber sido motivo de alegría en su momento siga siéndolo para el protagonista.
Por otro lado, cabe mencionar que la forma de narrar los acontecimientos es de una excentricidad poco frecuente para la época. Daudet otorga una importancia predominante a ciertos objetos inanimados, como es el caso del cuaderno rojo de Santiago y las llaves del señor Viot, y pone especial énfasis en algunos atributos físicos de los personajes, como son los ojos negros de Camila Pierrotte o el bigote de Roger. Otra peculiaridad, es el uso de apelativos para referirse a varios de estos individuos; así, por ejemplo, el señor Pierrotte recibe el apelativo de “ahora sí es ocasión de decirlo”, frase que utiliza con frecuencia al hablar en francés, mientras que a la señora Tribou se la conoce como “la señora de mucho mérito”. Por último, también es interesante notar que ciertos fragmentos de la novela están escritos, en términos gramaticales y en lo que a la conjugación de verbos se refiere, en tiempo presente, a pesar de que los hechos mencionados deberían haberse redactado en cualquiera de las posibles opciones del tiempo pasado. Esta técnica literaria acentúa el carácter humorístico y dramático de la obra según convenga a cada ocasión.
Conclusión:
A través de las descripciones de los personajes y los escenarios, el escritor consigue cautivar la atención del lector quien, sin darse cuenta de ello, se adentra en una compleja estructura narrativa que curiosamente se caracteriza por su sencillez. Los detalles de la vida de Daniel Eysette, así como de su familia y allegados, distan de ser insustanciales, como bien se pudiera pensar en una primer lectura del libro, pues cada pormenor brinda una noción clara sobre la psicología de los personajes en cuanto a su emotividad frente a las vicisitudes de la vida.